La vida está repleta de grandes despedidas, de grandes ausencias, de
grandes vacíos.
Cada despedida se clava en lo más hondo y duele cada vez que los
recuerdos te golpean, tal y como si fuesen cuchillos que se clavan en el pecho.
Momentos llenos de sonrisas, de estupideces, de alegrías, de te quieros...
Momentos que ya forman parte de un pasado y que se quedaron anclados ahí.
Tener un presente que duele todas y cada una de las veces que se es
consciente de los sitios vacíos que han quedado a tu lado. Y lo que más araña
el alma es no saber cómo se han propiciado algunas de esas despedidas,
despedidas que nunca tuvieron un "adiós".
Que los ojos lloren de tal manera que parezca que, en lugar de lágrimas,
sean clavos que rompen tu mirada los que salen de ellos. Que el olvido es un
camino muy incierto y no siempre se recorre como uno desea. Y es que es
imposible que tantas palabras queden en el camino del olvido porque están
incrustadas hasta en el último nervio, hasta en el último poro de la piel,
hasta en el último recuero.
Duele echar de menos sabiendo que nunca echaste de más. Duele no tener a
tantas manos a las que añoras a tu lado para poder andar por esta puta vida y
sentir que están ahí para levantarte de tus caídas. Pero es aún más doloroso el
sentir que eso es asumido, la resignación con la que tú también alejas tus
manos y terminas de forjar el adiós.
Echo de menos, claro que lo hago. Extraño cada risa, cada abrazo, cada
llanto compartido, cada mierda solucionada con ayuda. Me jode como un puñetazo
en el estómago sentir a alguien como algo necesario y que, de repente,
desaparezca; como si te quitasen el agua para vivir, pues algo así. Aunque,
tarde o temprano, una termina por acostumbrarse a vivir con sed y suplir el
agua con algo más refrescante y que de verdad te calme.